domingo, 27 de julio de 2008

LA NUEVA JUSTICIA PENAL EN AMÉRICA LATINA

LA NUEVA JUSTICIA PENAL EN AMÉRICA LATINA[1]

Dr. José María Tijerino Pacheco

En la, para mí, venturosa mañana de este día, en que tuve el gozo de visitar por vez primera Monte Albán, pregunté en qué dirección se encontraba Guelatao, y al ver desde lejos el punto en la sierra que se me señalaba y descubrir el intenso azul de su cielo pensé que no de otra forma podía ser el que cobijara la infancia de aquel que tan grandes ideales concibiera y tan recio temple poseyera. Este atardecer quiero rendir ante ustedes mi modesto homenaje al licenciado don Benito Juárez, defensor de la institucionalidad, porque todos los que nos esforzamos en hacer la reforma procesal penal iberoamericana somos, en cierto sentido, seguidores de sus pasos en tanto con la dicha reforma acudimos al rescate de lo institucional en la represión de los delitos.
A la sombra propicia de la egregia figura del Patriota, debo esforzarme ahora por hacer en el tiempo razonable de una charla una apretada síntesis de lo que significa la nueva justicia penal en América Latina. Quiero empezar planteando si no existe una antinomia entre lo represivo y lo justo, porque en la Historia se ha hablado mucho de justicia cuando de los asuntos de naturaleza civil se trata, pero en materia criminal lo que más ha importado es la represión eficaz, sin mayores miramientos sobre la culpabilidad o inocencia de aquellos triturados por una maquinaria estatal que parece haber sido ideada para cebarse en los más humildes e inermes.
Este contraste entre la justicia civil y la “justicia” penal, que antes de la reforma procesal penal era descubierta por los abogados desde las aulas mismas de la Facultad, como ya lo hiciera notar con dolidas frases CARNELUTTI, no es sino expresión de la injusticia de una sociedad que, a la par que reprime con desmedida severidad las infracciones de los estratos inferiores, admite que haya grupos reducidos de ciudadanos a los que no alcanza la ley penal, y que privilegia el derecho del “haber “, como llamó el mismo maestro de la Universidad de Roma al derecho civil, sobre el derecho del “ser”, como denominó al derecho penal.
Durante casi doscientos años de vida republicana nos las hemos arreglado en Latinoamérica para compatibilizar los principios liberales consagrados con grandilocuentes frases en nuestros textos constitucionales con un sistema represivo más cercano al Antiguo Régimen que a la Revolución Francesa. Quizás la culpa, o al menos parte de ella, la tengamos los profesores de lo que antes se llamaba “Procedimientos penales” y ahora llamamos “Derecho Procesal Penal”, porque no hemos sido capaces de inculcar en nuestros estudiantes cuál debe ser la finalidad del proceso. Cuestión ésta fundamental para una concepción democrática de la justicia y que a mediados del siglo pasado originara lo que tal vez sean las más hermosas páginas jamás escritas por los cultivadores de nuestra disciplina, cuando CALAMANDREI se negara categóricamente a que el trabajo del procesalista fuera comparado con el del fabricante de relojes de precisión, sólo ocupado en colocar adecuadamente las ruedecillas de su artefacto sin importarle si éste marcará “la hora de la muerte o la hora de la felicidad”. El gran maestro florentino mostraba a su pesimista colega y condiscípulo SATTA que el proceso sí tiene finalidad, “que es la más grande que pueda concebirse y se llama justicia”.
En feliz concordancia con el luminoso pensamiento de CALAMANDREI, el reciente Código Procesal Penal de la República de Nicaragua establece en su artículo 7 que la finalidad del proceso es la consecución de la convivencia social armónica y la paz social. Ambos conceptos son equivalentes y, recordémoslo, “armonía” es la idea que KELSEN encontrara más cercana a la de justicia.
La reforma procesal penal iberoamericana está cimentada en lo que también son los tres pilares en que se asienta el Derecho Procesal como disciplina científica: los conceptos de acción, jurisdicción y proceso. Oportuno es recordar que hasta 1856-57, cuando se da la célebre polémica entre WINDSCHEID y MUTHER sobre la “actio” del derecho romano, o 1868, cuando se publica la obra de VON BÜLOW sobre las excepciones y los presupuestos procesales, no se concebía el estudio de los procedimientos judiciales sino como parte del Derecho Civil o del entonces llamado Derecho Criminal. La acción, en el campo civil, no era sino el mismo derecho subjetivo en actitud beligerante hecho valer ante un tribunal de justicia. En la justicia represiva, donde la instrucción judicial oficiosa y semisecreta rescatada en mala hora por los codificadores napoleónicos de entre las ruinas del Antiguo Régimen se había engullido el juicio oral de inspiración anglosajona, la acción tenía poco o ningún valor y al órgano de la jurisdicción se atribuía también la función acusatoria y la procuración de pruebas de cargo pretendiendo absurdamente una imparcialidad a todas luces imposible.
Por esa razón es que en el terreno de la represión de los delitos el llamado sistema inquisitivo o el llamado sistema mixto, que más apropiadamente debe denominarse inquisitivo reformado, no cabe hablar de proceso. Para el Derecho Procesal, el proceso, como sinónimo de juicio, debe ser, como ya lo había señalado BÚLGARO desde el siglo XII, “actus trium personarum”, esto es, la actuación de tres personas: juez, actor y demandado, que en el proceso penal se traducen en juez, acusador o actor penal y reo o imputado, en asocio indisoluble este último con su abogado defensor.
La instrucción judicial oficiosa, que no necesita de requerimientos ni acusaciones hechos por persona distinta del juez; la indagatoria, mediante la cual el juez pesquisidor juega con el reo a el gato y el ratón; el plenario, que en nuestros viejos códigos no es sino una protocolaria confirmación del material probatorio reunido en la etapa de instrucción y en el que, para terminar de desaparecer lo más valioso del proceso napoleónico, se renuncia también a la oralidad; la indefensión, casi total durante la parte más importante del procedimiento, y una defensa letrada más nominal que real y que se vuelve intrascendente porque se presta en una fase en la que todo está virtualmente consumado, hacen del procedimiento penal aún vigente en algunos países latinoamericanos una perversa negación de los valores propios de la República tal como la concibieron nuestro próceres en su día.
Contra ese estado de cosas se yergue a finales de la década del treinta del siglo pasado la figura de ALFREDO VÉLEZ MARICONDE, verdadero padre de la reforma procesal penal iberoamericana, que tuvo su inicio con la promulgación del Código de Procedimiento Penal de la provincia argentina de Córdoba en 1939. Como puede verse, la nueva justicia penal del subcontinente latinoamericano no es tan nueva como a algunos puede parecer.
Tomó como modelos el maestro cordobés, principalmente, dos grandes códigos italianos, los de 1913 y 1930, cuya impronta se encuentra en todos los códigos latinoamericanos que se han promulgado dentro de la corriente reformista. De allí que pueda decirse con toda propiedad que la reforma procesal penal de América Latina es básicamente italiana; con algo de influencia española, alemana y portuguesa y, a partir de 1988, cuando el Código Procesal Modelo para Iberoamérica receptó el principio de oportunidad en el ejercicio de la acción penal, con influencia angloamericana, que le llega directamente o a través de los modernos ordenamientos europeos, sobre todo del código italiano de 1988.
Esta influencia angloamericana es mayor en el código nicaragüense de 2001 que en cualquier otro de la región, pues en éste el proceso no inicia sino con la acusación, indiscutible ejercicio de la acción procesal. La acusación suele ir precedida de una investigación a cargo del Ministerio Público y la policía de investigaciones, en la que se requiere la autorización de un juez para la realización de actos que puedan afectar garantías individuales. Distingue claramente el código de Nicaragua entre actos de investigación y actos de prueba. Los últimos son los únicos generadores de prueba y sólo pueden realizarse en el juicio oral y público ante la presencia ininterrumpida del tribunal que deberá dictar la sentencia, el acusador, el defensor y el acusado, salvo que éste quiera retirarse de la sala de audiencia a una sala contigua, en cuyo caso el defensor pasa a cumplir la función de representación a la par de la función de asistencia jurídica.
El código de Córdoba de 1939, cuya característica principal fue el juicio oral y público, en su prístino sentido de respeto a los principios de inmediación, concentración e identidad física del juzgador, tuvo tan exitosa aplicación que pronto, una a una, todas las provincias de la República Argentina lo tomaron como modelo de sus propias legislaciones. Sólo en Buenos Aires se atrincheraron los enemigos de la oralidad, acaudillados por el viejo maestro MARIO A. ODERIGO y por influencia de poderosas firmas de abogados que pretendían seguir gozando del don de la ubicuidad que permite el procedimiento escrito a algunos abogados de postín con un séquito de asistentes. La oralidad acabaría imponiéndose también allí en 1991 con la promulgación del Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires y del Código Procesal Penal de la Nación (federal).
En 1973 el modelo cordobés, remozado por el Código Procesal Penal de la Provincia de Córdoba, de 1970, transpone las fronteras argentinas y se asienta en Costa Rica, que lo adopta sin modificación alguna de importancia. En el pequeño país centroamericano se produce toda una revolución del sistema de justicia penal, que no se limita al ámbito legislativo ni a la práctica judicial, sino que se extiende a la enseñanza e investigación jurídicas, la crítica forense y la información periodística, que encuentra abundante fuente de noticias en el quehacer cotidiano de los tribunales. Se modifica la concepción tradicional del ejercicio de la profesión de abogado, se incrementa notablemente el consumo de libros y revistas especializados, se prestigia el ejercicio de la defensa penal, se despierta un vigoroso afán de estudio que llega hasta lugares muy alejados de la Capital y que se manifiesta en la creación de círculos de análisis de la nueva legislación y la doctrina aplicable, la búsqueda de becas para cursar estudios de doctorado en España, Italia y Alemania y una prolífica producción dogmática de aceptable nivel académico. Al cabo de pocos lustros los consultores costarricenses en el campo de la justicia penal obtienen reconocimiento internacional. En resumen, todo un cambio de mentalidad jurídica que sabe mantener viva una sana insatisfacción, la que da lugar a un nuevo código en 1996, que suprime la instrucción judicial y establece el principio de oportunidad en el ejercicio de la acción penal siguiendo en esto al Código Modelo Procesal Penal para Iberoamérica, de 1988.
En 1991 se promulgan el código federal argentino (Código Procesal Penal de la Nación) y uno de los cuatro códigos que ha tenido Colombia a partir de 1981. En 1992 la República de Guatemala promulga el primer código inspirado directamente en el modelo iberoamericano. En 1996 son promulgados los códigos de El Salvador, y, como habíamos dicho, el segundo código costarricense. En 1997, el código de Uruguay. En 1998, los códigos de las repúblicas de Venezuela y Paraguay. En 1999, los códigos de Bolivia y Honduras. En el año 2000, los códigos de las repúblicas de Ecuador y Chile y el penúltimo de los códigos colombianos. En 2001 el ya citado código nicaragüense. En 2002 el código de la República Dominicana y en 2004 el código de Perú y el Código de Procedimiento Penal de Colombia, precedido por los códigos de 1981, 1991 y 2000.
Pasada la década de los años 90, que fue la de la explosión de la reforma, con diez códigos nacionales (cuatro de ellos en Centroamérica) y siete proyectos a punto de ser promulgados, es natural que ahora se proceda a hacer una primera evaluación a profundidad.
En algunos sectores ha habido cierto desencanto, hay quienes hablan ya de la “reforma de la reforma”. Los factores que concurren a esta insatisfacción son, en mi criterio los siguientes:
a) El atribuir a defectos del código lo que son debilidades institucionales preexistentes. Un nuevo código procesal penal no es la panacea universal para sistemas políticos que carecen de un poder judicial independiente, un ministerio público despolitizado, una policía de investigaciones capacitada y una defensoría pública bien organizada.
b) La carencia en los operadores del sistema de justicia penal de la cultura jurídica propia de la reforma procesal. Los nuevos códigos exigen un cambio de mentalidad jurídica que sólo puede operarse conociendo a profundidad los principios que informan la nueva legislación.
c) El haber confiado la aplicación de los nuevos códigos a un funcionariado reacio al cambio, en algunas ocasiones francamente saboteador. No es sensato mantener en sus cargos a altos jueces, fiscales o jefes de la policía de investigación que abiertamente se hayan opuesto a la reforma, porque harán todo cuanto puedan para hacerla fracasar.
d) La errónea creencia de que el cambio debió haber sido instantáneo, de que el nuevo sistema debe ser milagroso, el no darle tiempo. Irónicamente son los que por largas décadas fueron totalmente indiferentes a los horrores del antiguo sistema los que ahora se muestran impacientes con los resultados de la reforma.

Los principales errores en la aplicación de los nuevos códigos suelen ser los que a continuación señalo:
a) Confusión entre actos de investigación y actos de prueba y pretensión de incorporar al juicio las actas de los actos de investigación atentando de esa manera contra el principio de oralidad.
b) Confusión entre la relación de hechos y la relación de diligencias de investigación en los requerimientos y acusaciones del Ministerio Público. Como resultado de lo anterior el objeto del proceso resulta impreciso y confuso, el fiscal y el juez pierden el norte y la defensa no atina en su ejercicio.
c) Entrabamiento del proceso debido a cierta perplejidad de sus operadores ante la simpleza del procedimiento, que insisten en ver como algo necesariamente complejo.
d) Indiferencia de los operadores ante el principio de oportunidad en el ejercicio de la acción penal, cuyas instituciones son tímidamente utilizadas.
e) Abuso de la prisión preventiva y poca utilización de medidas alternativas, como consecuencia de la cultura inquisitorial en la que los operadores han sido formados.
f) Carácter autoritario de los jueces e intromisión en las funciones del fiscal, con grave quebranto de la imparcialidad que el sistema les exige.
g) Programación de un reducido número de juicios para cada semana, probablemente por razón de la costumbre de tramitar lentamente las causas. La experiencia costarricense demuestra que es posible para un tribunal, unipersonal o colegiado, la celebración de diez o más juicios sencillos en una semana de cinco días laborables.

Para concluir, debo enfatizar que la Universidad está llamada a tener un importantísimo papel en la ejecución de la reforma del sistema de justicia penal. La Universidad, promotora de todo cambio social necesario, debe aportar el sustrato doctrinal que sustenta la nueva cultura jurídica. Sólo la Universidad puede dar ese esfuerzo sostenido que requiere el cambio de mentalidad. Sólo la Universidad puede evitar que el proceso de cambio se estanque o se desvíe.
A los juristas de Oaxaca que han asumido visionariamente el reto del cambio, mis votos por su éxito. Ellos saben que mientras no haya justicia no habrá paz social, ni institucionalidad, ni desarrollo económico para toda la nación.

[1] Conferencia dictada el lunes 10 de octubre de 2005 en la ciudad de Oaxaca, México, con ocasión de la “Semana Jurídica”.

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